Escribe: Ulises Gutiérrez Llantoy.
Si había algo que Ulises Gutiérrez Llantoy odiaba; odiar lo que se dice odiar, aborrecer lo que se dice aborrecer; era trabajar en la cosecha de lentejas. Podía soportar la enojosa faena que demandaba la siembra del trigo, la cebada, la quinua, por ejemplo; podía tolerar la fangosa labor de cultivar papas, raqachas, maíz; podía sobrellevar la irritante tarea de regar la alfalfa, desyerbar las alverjas, abonar las habas; pero cosechar lentejas, reventarse los dedos de las manos tirando de los tallos de lenteja, eso sí que no lo soportaba, eso sí que detestaba.
«Ulises, levántate», le despertaba su madre, doña Saturnina Llantoy, tempranito, a las cuatro de la mañana, los días de cosecha. «¡Ulisischa!», le gritaba, luego, ante el silencio, ante la falta de respuesta, ahí en la era de su chacra de Pasorcco; arriba, cerca de donde hoy se yergue, gigante y solitaria, la torre de telefonía celular de Colcabamba; la «era» que no era otra cosa que una terraza, un corte a las laderas del cerro soportado por un muro de piedras, una falso andén inca en forma de media luna, en cuyo suelo plano se trillaba, se venteaba y se acumulaban los granos recolectados en el día; el lugar en el que los Gutierrez Llantoy acampaban con sus toldos y sus camas de nómades durante los días de cosecha, el lugar en que preparaban sus alimentos, descansaban y pasaban las noches, a la intemperie, como arrieros en tránsito. «¡Ulisischa! ¡Levántate»!, le volvía a gritar doña Satu, un par de minutos después, a la hora en que hasta los chiwakos aún dormían y Venus, el achikiay lucero del alba, se negaba a apagar su brillo en los cielos; Ulisischa, con el sufijo «cha» detrás del nombre que en el quechua chanka; en el quechua que se habla en la triada andina central del Perú, en Huancavelica, Ayacucho y parte de Apurimac; con aquella entonación de autoridad que le imprimía doña Satu, con aquella exclamación casi militar que fijaba doña Satu, denotaba enojo, advertencia, alarma; entonces el Uli entreabría los ojos, entrecerraba la visión de la madrugada y, “un ratito más, un ratito más”, se retorcía sobre la sedación de sus sueños interrumpidos, hasta que, «¡Ulisischa!», se volvía a escuchar con más autoridad, con más atribución y entonces ahí sí que el Uli; un, dos, tres: arriba; abandonaba la cama como hincado por una aguja, como expulsado por un huayco porque esa nueva entonación del «cha», esos nuevos decibeles en la voz de doña Satu era la advertencia inequívoca de que un nuevo y último llamado incluiría un manazo en la crisma, «¡vago!, ¡qella!».
Entonces hasta su padre, don Isaac Gutiérrez, que también odiaba cosechar lentejas, que también odiaba los sueños interrumpidos, terminaba de abrir los ojos, terminaba de vestirse, terminaba de estar por fin de pie. «Vamos ya», apuntaba luego don Isaac y juntos, padre e hijo, sin decir nada más, sin otra ceremonia que frotarse los ojos y acomodarse los cabellos al tacto, casi a ciegas en la penumbra helada del alba, resignados a su suerte, levantaban las frazadas qorpas, los pellejos de carnero sobre los que habían pasado la noche y empezaban a caminar. Entonces el Uli marchaba detrás de su padre; su padre que hacía unos años había perdido su capital en un accidente de carreteras, su par de autobuses de Transportes Huracán, en una mala racha del destino, y ahora debía ganarse la vida como chacarero, a mano alzada, a puño limpio como los comuneros de Pasorcco; y ahí se le veía luego al Uli dirigirse hasta el escarpado de la chacra en que se había detenido el trabajo el día anterior; y entonces, muerto de frío, con el frío de las cuatro de la mañana helándole el rostro, rumiando su mala sombra, bufando un blanco aliento, el pobre Uli empezaba a tirar de los tallos de lenteja, al lado de su padre y su madre, como les cuento; al lado de tayta Julián, tayta Antuco y su hijo el Pochqo que hacía rato ya estaban ahí, dale que dale a las lentejas, tira que tira de los tallos. «Vamos a llamkar, niñucha; yanapaykullaway, ya», le decía tayta Antuco; “llamkar” que era el quechua-español con que tayta Antuco, conciliador e indulgente, en tono de gracia, le acercaba al Uli el verbo trabajar, para distender el momento, para ver si así el Uli dejaba de hervir de furia, para ver si así dejaba de rezongar su mala estrella y desistía de maldecir a la humanidad; el Uli que nada de nada, no respondía nada y se limitaba a bufar, se limitaba a tirar y tirar de los tallos de lenteja, se limitaba a arrancar las plantas desde la raíz, desde el fondo de la tierra como quien mechonea unos cabellos; no en un ataque de furia, sino porque es así es cómo se cosechan las lentejas: arrancando los tallos desde la raíz para que la chacra quede libre, limpia de vegetales para la siguiente siembra; tira que te tira de los tallos, como les digo; ni tan suave que las raíces queden en la tierra ni tan fuerte que los granos de lenteja escapen de sus vainas porque, eso sí, no habían granos más engreídos, más fatuos y caprichosos que los granos de lenteja que a un sacudón, a una vibración por encima de lo normal, les daba por relajar sus vainas, les daba por abrir sus vainas secas y liberaban el grano derechito al suelo; caprichos y engreimientos que se incrementaban conforme el sol asomaba, conforme se entibiaba la mañana y las lentejas, antojadizas y coquetas, el sonreían al sol. ¿Por qué diablos a las lentejas les daba por reproducirse así, ah? ¿Por qué no eran como el trigo, la cebada que podían cosecharse a cualquier hora del día?, se preguntaba y se preguntaba el Uli; curioso e indagador, inquisidor y fisgón; en tono de reproche a los dioses, en tono de reclamo al mundo; mientras bufaba y bufaba otra vez, mientras continuaba maldiciendo su mala hora; hasta que el sol afloraba por encima de los hombros del cerro Waychao, hasta que el astro iluminaba Pasorcco, calentaba las chacras, las laderas, la espalda del Uli y el trabajo por fin se detenía otra vez.
Pero había que ver cómo luego el Uli se tiraba panza arriba sobre la era. Había que ver cómo el Uli, después de haber pasado el resto del día recoge y recoge las lentejas caídas al suelo, grano por grano, uno por uno, como si las lentejas fueran pepitas de oro; después de literalmente haberse ganado un plato de lentejas con el sudor de su frente, el ardor de sus manos y el dolor de su espalda; desparramaba su existencia sobre una esquina de la era; la era que ahora era un observatorio, un alto balcón desde donde otear el mundo, un refugio desde donde poder observar al sol amodorrándose detrás del cerro Ventanacinco, abandonando los confines de Colcabamba, azulando las chacras de Leonpampa y Nogales, anaranjando las nieves del Ccollccewichccana, hasta que poco a poco llegaba la oscuridad, la hora de cenar, la noche, la hora de extender de nuevo los pellejos de carnero, las frazadas qorpas y por fin, la hora de dormir. Y había que ver cómo, luego, el Uli disfrutaba de observar a Venus brillando en el cielo negro y sin nubes de junio; Venus que, entonces, el Uli confundía con una estrella solitaria porque era un crio de diez años y aún no había leído el libro de Geodesia que nueve años después, ya en Lima, ya en la UNI, lo desasnaría en una esquina de la Biblioteca Central, y le enseñaría cómo es que se construye la topografía de los suelos considerando la curvatura terrestre, los astros y la vía láctea; la vía láctea que el Uli; silente y resignado, nocturno y allanado; ahí en su chacra de Pasorcco, como les digo, observaba y observaba, jugando a encontrarle formas al enjambre de estrellas, uniéndolas mentalmente, una estrella aquí, una estrella allá, en rectas, en círculos, en parábolas; todo para no quedarse dormido, todo para esperar el momento en que sus padres tendieran sus cuerpos a su lado y empezaran a hablar en quechua, en clave runasimi; no tan en clave como creían ellos porque el Uli, con sus tres años en Colcabamba, sus tres años de compartir aulas con supos quechuas, tres años de casi comunero también, ya paraba las orejas, ya entendía el significado de las palabra churiy: hijo; llamkay: trabajar; illay: viajar, para deducir el momento exacto en que sus padres harían planes acerca de él, el momento en que dirían que estaban orgullosos de él, de su trabajo, a pesar de que se notaba que odiaba la chacra, pobre wawallay; bien que se merecía un viajecito a Huancayo ahora que hay que ir a vender la cosecha allá, ¿riki?; bien que se merecía las zapatillas north star que tanto quería, ¿awriki? Sólo por eso y nada más que por eso, el Uli volvía a despertar al día siguiente a las cuatro de la mañana; sólo por eso se tragaba su enojo, se frotaba los ojos y empezaba a trabajar.
Ulises Gutiérrez Llantoy (Huancavelica, Perú, 1969); es ingeniero sanitario, graduado en la Universidad Nacional de Ingeniería; estudió en la Escuela de Escritura Creativa de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Escribe en defensa propia y porque de lo contrario sería peor. Ha publicado las novelas “Ojos de pez abisal” (Bisagra Editores, 2011), “El año del accarhuay” (Arsam, 2017), “Cementerio de barcos” (Planeta, 2019) y el reeditado libro de cuentos “The Cure en Huancayo” (Planeta, 2020). Obtuvo el premio del Programa de Auspicio a la Publicación de Obras de Autores Peruanos 2015 de la Fundación Para la Literatura Peruana para la Segunda Edición de “Ojos de pez abisal” (Ceques Editores, 2016); ha sido y finalista del premio Copé de novela 2015, ha sido incluido en la antología “El Cuento Peruano 2001-2010” y la antología de cuentos hispanoamericanos “Limítrofe: relatos continentales” (2022) de la Universidad de Hurlingham, Argentina.