Escribe: Jhony Carhuallanqui.
El salón de clase no habría sido el mismo sin ese pequeño intruso al que esperábamos ver a diario. Al igual que a nosotros, no eran las matemáticas lo que lo atraían, sino las sobras de los fiambres que dejábamos junto al armario de triplay que toda escuela pública tenía y que, en nuestro caso, se diferenciaba por tener un letrero escrito con plumón azul y bordes rojo que decía: “El rincón del amigo”, un espacio donde se depositaban los objetos encontrados que no nos pertenecían, pues ni modo que aparezcan de la nada, así que, de alguien debían de ser. Nos encariñamos con el roedor, ponía más empeño en sus cosas que la maestra; le llamábamos Jesús, porque así le puso la maestra Felícita el día que se dio cuenta de sus visitas. Un día, el pequeño tenía la cabeza quebrada por una trampa que el de limpieza colocó y olvidó quitar antes de nuestro ingreso; algunos padres se habían quejado. Preguntamos qué había pasado, y sólo nos dijeron que, había muerto. Tan obvio como, simple. Nos sentimos mal, ni hambre tuvimos en el receso. Percy aseguraba que su alma aún estaba en el aula, Diego que volvería como un nuevo ratoncito y Richard que está junto a diosito; yo, bueno yo, no sabía. César, el “chancón” de la clase, porque siempre hay uno, tomó la palabra de ese primer grado de primaria y preguntó:
—¿Qué es la muerte? —La maestra apenas y lo escuchó.
—Es cuando se acaba la vida. —La maestra apenas y respondió. Ni siquiera levantó la mirada de ese viejo pupitre plomo que todos rasgamos alguna vez.
En realidad, nunca encontré una definición que me convenciera del todo, pero supongo que entenderla parte por entender primero la vida, otro gran misterio que no puede reducirse a definirla como una forma especial de movimiento de la materia, no me parece, como tampoco me parece la idea de un soplo divino y ¡ya! Lo único que sé es que nos pasamos la vida haciendo eso, viviéndola, con aciertos o errores, con alegrías o tristezas, con amores o desengaños, con benevolencia o maldad, una cadena interminable de opuestos, de necesarias contradicciones, así que la misma vida tenía que tenerla, como dice Borges: “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.
La idea de que somos instrumentos de unos genes egoístas (Dawkins) que se agrupan en células y en cuerpos, y que nos usan, nos mutan, como les da la gana para sobrevivir y solo reproducirse me parece algo vacía; la idea de que solo somos un azar que mezcla carbono, oxigeno, hidrógeno y nitrógeno, me parece demasiada fría, porque a pesar de todo, me siento especial dentro de los ocho mil millones de individuos que habitamos este degastado y desganado planeta.
Ocurre algo curioso, nuestra conciencia acepta la muerte cuando se trata de una persona mayor, pero se perturba cuando es la de un menor, como si algo rompería la lógica en la cual fue planteada, además solo nos aterra cuando uno llega a la adultez mayor, antes pareciera que no nos preocupa, como si fuéramos los únicos a los que no nos alcanzará. Algunos antropólogos se preguntan cuándo el hombre se habría cuestionado por primera vez sobre ella, aunque me causa mayor intriga saber qué habrían respondido, aunque sabido es que, en cada cultura, han tratado de darle explicaciones a todo: al trueno, al viento, al llanto, a la lluvia, etc., explicaciones que coincidían en la existencia de seres superiores, distantes, que ordenaban el mundo e impartían justica, seres a los que había que venerar y complacer, obviamente la muerte estuvo asociada a esta creación social, por eso, los egipcios creían en la vida eterna, los budistas en la reencarnación o los cristianos en el cielo y el infierno, aunque el dinero es en verdad el ente, si cabe, en el que creen todos, de oriente a occidente, incluso más que en los dioses de uno u otro lado (Yuval Harari).
De manera general, la muerte en la cultura andina no es el final, sino, el paso a una forma de existencia espiritual, entender la concepción de cada cultura preinca, inca o colonial es un trabajo titánico, pero en la región central del Perú, podemos distinguir algunas particularidades.
Por ejemplo, la muerte no llega de improviso, se anuncia, da señales. Recoge los pasos andados, por eso el cuerpo se despierta cansado y con ganas de beber solo agua. La comida se avinagra constantemente pues el alma deambulante juega con ella. Los gatos maúllan llantos mientras caminan en dos patas sosteniendo a uno que representa al muerto, un espectáculo tenebroso, pero fascinante. Los perros aúllan descontroladamente pues pueden ver al alma merodear la casa y si esta ánima acaricia a las ovejas o vacunos, estos morirán hinchándoseles la panza y votando espuma. A veces se siente un olor fétido como a zorrino, es el “añas”, que se desvanece, como si solo estaría de paso. Si la mariposa negra o “taparaco” se posa en algún lugar de la casa, con certeza alguien de la familia partirá, aunque los abuelos solían hacer un ritual para cambiar la suerte del desdichado: atravesarla con un prendedor cogida con la mano izquierda para en seguida velarla chacchando coca y fumando cigarro, para luego enterrarla como si de una persona se tratara, a ver si con esto se revierte el destino.
El velatorio del cuerpo se acompaña con la coca, el cigarro y el anisado o caña, reunión donde las avemarías se ofrendan para aliviar el pesar del alma del que parte y pueda lograr así el descanso junto al Señor. Las velas no pueden dejar de alumbrar, ellas marcarán el paso que debe seguir, por ello se van reponiendo unas a otras constantemente; las flores tranquilizaran al ser que apenas entiende que ya no está con nosotros. El pésame se ofrece a todo familiar directo, es la forma como el peso de las faltas cometidas en vida se va aligerando. Nadie entra al recinto sin santiguarse, es una falta de respeto al difunto. El día del entierro, el féretro debe partir de casa con una venia de inclinación que se repite tres veces, nada de lo que ha quedado en el suelo puede ser recogido o barrido hasta el día siguiente. Cargado por los familiares, los restos entrarán a la última morada después de recibir las palabras efusivas que familiares y amigos quieran dedicarle, no lleva nada de metal, menos dinero o joyas, pues su alma se condenaría y vagaría por este mundo, sin la dicha del descanso. Al coro de ¡presente!, cuando se menciona su nombre, van enterrándolo.
Al día siguiente, su ropa usada en vida debe lavarse, para ello se trasladan a un río cercano, pero la viuda o viudo, o los hijos, no deben hacerlo, eso le corresponde a familiares no directos o amigos, lo que sí se les hace a los familiares directos es castigarlos con chicotazos por las ofensas que en vida le hayan propinado, también se les lava la cabeza en la corriente con la seguridad que este arrastre la pena. Se disfraza a los dolientes con lo que haya a la mano: un plato descartable tirado, ramas secas, plásticos en los bordes del río, etc. mientras se baila, es la despedida definitiva pues se cree que el alma del difunto aún está entre nosotros. Una pequeña capilla es construida, una vela es acomodada en ella como símbolo del adiós. La ropa será guardada durante un año, tiempo en el que se llevará el luto que, al año, será quemada en un ritual que incluye saltar sobre la llama para liberar de todas las penas a los dolientes; la ropa guardada luego podrá ser regalada o quemada.
Dicen que lo seres queridos esperan al fallecido en el umbral de la gloria del Señor, que ellos lo guiaran el largo camino y que sólo se necesita cuatro cosas para descansar en paz: la paz de los rezos, el aroma de las flores, la luz de las velas y el alivio de un poco de agua.
El alma del extinto ahora descansa en paz en un mundo paralelo al que todos visitaremos. No podemos comunicarnos con ellos, pero ellos lo hacen con nosotros a través de los sueños, en ellos nos advierten de algunas cosas que, solo los “curiosos” pueden descifrar, es más, solo ellos pueden incluso curar el alma cuando este ha sido capturado por ánimas perversas como el “abuelo” o el “gentil”, o cuando la tierra los ha poseído como el “chacho” o el “wari”, formas mágico religiosas que explican los daños en el mundo espiritual. Por ejemplo, si alguien murió de “wari”, su cuerpo habrá sido enterrado, pero su alma no podrá descansar y la única forma de ayudarlo es pagando una mesada al espíritu de la tierra que lo ha capturado para que lo libere y pueda seguir su tránsito al mundo celestial. De aquellos daños al espíritu, el “gentil” quizá sea el más funesto porque en vida destruye el cuerpo, y fallecido, su alma esta cautiva aún y debe ser liberada. Dicen que, cuando el día y la noche eran uno, la Pachamama creó unos seres primarios llamados “gentiles”, eran seres semejantes a nosotros, solo que más altos, más fuertes, más inteligentes, más longevos, ellos aprendieron el poder curativo de las plantas y de los animales, pero eran egoístas y perversos, practicaban el canibalismo e incesto, esto indignaba a la Pachamama que decidió exterminarlos y repoblar el mundo, para ello, ordenó al viento del infierno soplar hasta arrancar de raíz a los árboles, pero los gentiles se ataron a inmensas rocas que evitó ser arrastrados; ordenó que el cielo se abriera con una lluvia torrencial que cubriría las montañas, pero los gentiles fabricaron balsas con los que pudieron mantenerse a flote; ordenó que los volcanes vomitaran fuego para quemar todo, pero los gentiles idearon casas de piedra que soportaron el paso del fuego; creó el sol para abrazar con su calor y calcinar todo, pero gentiles cavaron cuevas para refugiarse, por eso, la Pachamama creo otro sol, el cual sofocó en su refugio a los gentiles que morían sin poder hacer nada. Algunos transmutaron su alma a las entrañas de los cerros, en donde están atrapados y requieren del alma de una persona para subsistir o el canje de este por la sangre de algún animal que debe ofrendarse en sacrificio.
En las noches, sobre todo de luna llena, se asoman a las entradas de sus profundas cuevas y si un distraído transeúnte se acerca o asoma, el “gentil” habrá poseído su alma: se empezará a sentir mal, se agudizará alguna dolencia, seguramente recurrirá al médico, que no encontrará nada; el ánima del “gentil” seguirá consumiéndolo y conduciéndolo a la muerte, y aún después de enterrado, no liberará su alma hasta tener su pago. Solo un experimentado curandero podrá aliviarlo y salvarle la vida, claro, si no ha pasado mucho tiempo, si es así, la víctima presentará pequeñas inflamaciones del cual luego brotará una especie de huesecillo y morirá.
Los abuelos buscaban en los cerros unas papas pequeñas que crecían de manera natural, le llaman “la papa del gentil”, ellas se ofrendaban junto a frutas, coca, bebidas (lo que sueña el paciente) para que deje el cuerpo, también se ingresaba a las cuevas donde se supone habitaba el “gentil” para buscar sus huesos y preparar con ellos un brebaje que curará al enfermo, pero si éste fallece, el ritual debe continuar pues ahora se trata de salvar su alma.
Por eso, los abuelos recomiendan no salir en las noches, menos en luna llena, pero si la noche nos atrapa en el trayecto, evitar las cuevas y caminar presuroso chacchando la hoja de coca o fumando cigarro pues nadie quiere ser capturado por el “gentil” y pasar la eternidad en agonía, pues en el mundo andino, el alma vive aún después de muerto.