El último renacentista

Fui algo niño prodigio. - Rubén Darío

Cuando se produjo la primera de las varias polémicas que ha levantado en estos últimos años el gigante planetario de redes y medios llamado Facebook, el suplemento sabatino de un diario limeño  la reportó repasando su breve pero exitosa historia. Y, para mejor ilustrar la genialidad precoz de su inventor, evocó bajo el titular de “Jóvenes prodigios” a tres otras figuras contemporáneas sobresalientes de la creatividad humana que, a temprana edad, ya contaban con una trayectoria igualmente excepcional. Entre aquellas personalidades aparecía Mario Vargas Llosa, recordándose que, “cuando nuestro Nobel cumplió 35 años, ya podía contar entre sus obras… La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral”. 

No es exagerado el cotejo porque, aun tratándose de creaciones tan dispares como la científica y la humanística, Zuckerberg y Vargas Llosa serán siempre pruebas elocuentes, como las ha habido a lo largo de la historia universal, de que el talento excepcional puede brotar en la joven adultez y no necesariamente como resultado inexorable de una sabiduría añejada por la experiencia y el calendario. Muestra adicional de ello es el libro Bases para una interpretación de Rubén Darío,  que constituye la reedición de la tesis universitaria que el autor peruano más universal escribiera para optar el grado de Bachiller en Humanidades en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, a la precoz edad de 22 años, dándose como supuesto que debió iniciarla cuando era todavía más joven puesto que, en 1958 en que la sustentó, se dio el tiempo de realizar su soñado primer viaje a Francia. 

Esta reedición es la segunda de esta monografía universitaria de Vargas Llosa. Fue publicada por primera vez en el 2001 por la Universidad de San Marcos, acompañada de un sesudo prólogo del reconocido investigador y docente Américo Mudarra Montoya. Y si bien aquella primera edición apareció, como era casi natural que así fuera, bajo el auspicio del alma mater del escritor, cabe destacar que estuvo al cuidado de Miguel Ángel Rodríguez Rea, que pocos años después sería el fundador y primer director de la editorial de la Universidad Ricardo Palma que ha publicado la segunda edición, enriqueciendo de esta forma la colección “Tesis de Peruanos Ilustres del Siglo XX”. Así lo recuerda en sus palabras introductorias el doctor Ramón León, el dinámico director actual de la Editorial Universitaria de la URP: “Este proyecto fue ideado y diseñado por el Profesor Miguel Ángel Rodríguez Rea. Su inagotable entusiasmo y su permanente impulso creativo dieron forma inicial y objetivos a esta Colección, que hasta el 2021 abarcará una decena de entregas… Tesis de Peruanos Ilustres del Siglo XX pondrá a disposición del público ediciones facsimilares allí donde sea posible, o cuidadas transcripciones, de los trabajos académicos iniciales (tesis de bachillerato, licenciatura o doctorado) de compatriotas que con el paso del tiempo y el despliegue de su talento y esfuerzo, han rendido valiosos e imperecederos aportes a la cultura, el arte y la literatura”.  

La loable iniciativa de crear esta serie fue, en realidad, una idea que Rodríguez Rea venía considerando de antiguo: casi una década antes del lanzamiento de este significativo muestrario académico, formalizado hace apenas un año con la aparición de las tesis universitarias de César Vallejo y de Alfredo Bryce, a las cuales le siguen la de Vargas Llosa y próximamente la de Edgardo Rivera Martínez; Rodríguez Rea había reeditado en este mismo sello el Carácter de la literatura del Perú independiente, la tesis de bachiller en Letras de José de la Riva-Agüero y Osma, escrita en 1905 por el mayor representante de la Generación del Novecientos, con la que propugnaba por primera vez el estudio metódico de nuestras letras. Inspiraba seguramente a Rodríguez Rea la convicción de saber que: “Las tesis… son por lo general trabajos juveniles, verdaderas pruebas iniciáticas […] En las tesis y en su proceso de gestación no solo se manifiesta la contextura intelectual del que las prepara; también pueden reconocerse muchos y definitorios rasgos de su personalidad.” 

Y es esto, precisamente, lo que distingue y caracteriza a Bases para una interpretación de Rubén Darío de Mario Vargas Llosa. Porque, exactamente como su nombre lo indica, se trata de una exposición acerca de la trayectoria intelectual del genial nicaragüense antes que un análisis sobre alguno o el conjunto de sus libros, lo que le servirá al estudiante peruano, posiblemente sin habérselo propuesto conscientemente, para ir acotando los propios “rasgos de su personalidad” literaria futura. La intención, pues, era por sí misma innovadora toda vez que las investigaciones literarias universitarias tradicionalmente se han vertebrado alrededor de una interpretación de textos antes que del autor, de quien suelen seleccionarse apenas determinados atributos biográficos con el único propósito de mejor ubicar el entorno creativo en que se dan sus obras.

La tesis de Vargas Llosa sobre Rubén Darío está compuesta de cinco capítulos, dos de los cuales se refieren directamente a determinados aspectos de la idiosincrasia, la obra y la corriente literaria que asentó en las letras universales Emile Zola, es decir que se analiza el itinerario intelectual del novelista y no del poeta, como debería suponerse, aun cuando la exigua poesía del escritor francés siempre fue considerada menor e insignificante frente a su fecunda narrativa. El “Capítulo II – El impacto de Zola. La experiencia de El fardo” y el “Capítulo V – La presencia de Zola en la obra de Darío”, representan de por sí el sesgo distintivo y el rasgo innovador del estudio llevado a cabo por Vargas Llosa. Efectivamente, Rubén Darío es fundamentalmente un poeta, y es en tanto que poeta cómo su enorme influencia gravita en la literatura hispanoamericana del siglo XX. El hecho, entonces, que Vargas Llosa escogiera a un narrador para interpretar a un poeta debió responder, sin mayor duda, a una finalidad distinta de las motivaciones que pudieron llevarlo normalmente a elegir otra materia o autor para su tesis. 

En la citada introducción a la primera edición, el profesor Mudarra descifró el enigma de tan curiosa selección, sugiriendo acertadamente que el joven graduando peruano optó por el gran poeta nicaragüense, no tanto por tratarse del príncipe de las letras castellanas, como suele designarse popularmente a Rubén Darío, sino como un estribo para la más cabal comprensión del papel que le corresponde ejercer a la literatura en la sociedad. Así, desde ese peldaño, Vargas Llosa dilucidaría el rumbo de su propia vocación cuando llegase el momento de convertirse en escritor: “… la elección de este literato [Rubén Darío] como tema de tesis obedece a la búsqueda de referentes que legitimen la propia aventura del crítico. Construir su imagen recurriendo a una figura del pasado que alumbre su futuro.”  Discernía así Vargas Llosa en Darío el modelo del escritor que decide su propia ética personal y su moral artística, adhiriendo contra viento y marea, por convicción y no por mera intención, exclusivamente a sus inclinaciones literarias y políticas. 

Para llevar hasta el cabo esta insólita apuesta –una hazaña todavía más audaz viniendo de un estudiante que muy probablemente no debía manejar aún, por inexperiencia y por una formación académica inconclusa, los recursos necesarios y el pensamiento crítico propios de la disciplina literaria–, Vargas Llosa tendrá una intuición que resultará premonitoria: descubrir el camino vivencial y literario del poeta estudiado para forjar, más adelante, el propio itinerario del estudiante. “La grandeza de Darío –expresa el joven graduando en su disertación– no está sólo en aquel universo musical y mágico… sino en aquella honradez consigo mismo, en aquella limpieza con que accedió a elegirse a sí mismo, como hombre y como escritor, trazándose un destino e impartiendo un sentido, un contenido, una moral a su literatura; es esta elección inicial la que dio unidad y grandeza a su obra, además de su talento”.  

El examen que hace Vargas Llosa de la influencia en Darío de la obra de Zola tiene, pues, como propósito esencial enfatizar el desvío naturalista inicial (“fugaz devaneo naturalista” como lo tildará)  que tuvo el poeta en un momento particular de su vida personal y de su trayectoria literaria, desde donde regresará para encaminarse hacia su destino definitivo como escritor. Como se sabe, Emile Zola fue el padre del naturalismo –y más que el mismo Gustave Flaubert a quien, dicho al paso, Vargas Llosa le dedicará muchos años después un estudio exhaustivo con visos igualmente autobiográficos–, aquella corriente literaria decimonónica que avasalló al romanticismo para marcar decisivamente una clara tendencia novedosa en las literaturas de varios países europeos y americanos. Zola novelizó algunos de los ingredientes básicos del naturalismo tales como el erotismo, la vulgaridad, la fealdad, la miseria física y espiritual, entre otros rasgos, descripciones todas de un realismo quirúrgico que borbotea en las páginas de sus relatos, fiel al fin y al cabo a la forma como el naturalismo hurgó crudamente en el alma de los seres humanos que se empeñó en retratar. 

Resulta de particular interés el énfasis que pone Vargas Llosa en la influencia de Emile Zola en la obra temprana de Rubén Darío (un supuesto influjo más anhelado que real), tomando como prototipo de este deseo su cuento El fardo. Parecería que ese interés se le revela a Vargas Llosa, porque le sirve para explicar claramente el proceso de cambio radical que se opera en el poeta nicaragüense cuando este descubre que, por la senda de un voluntarismo realista, no ha de encontrar sus verdaderas inclinaciones estéticas que, por el contrario, estarán en la práctica en las antípodas de las de su admirado escritor francés. “Darío comprenderá que los escritos literarios naturalistas [cumplen] aquella finalidad que les atribuía Zola, de ser verdaderos ‘documentos analizadores de la verdad’, que persiguen dejar sentada una ‘enseñanza’. Sucede, pues, que al naturalismo le interesa sobre todo utilizar el lenguaje como un instrumento. Lo fundamental no son las metáforas ni el vocabulario… es la realidad lo más importante […] Darío, que probablemente no se había planteado nunca el problema de la literatura, comprenderá que hasta ahora, sin saberlo, él ya tenía, de hecho, una concepción de la literatura muy distinta por cierto a la de Zola”.  El empeño realista de Darío, como lo implica Vargas Llosa, no es entonces sino una suerte de vacuo y momentáneo remedo que, como tal, no llegará finalmente a encajar con su propia concepción esteticista que, para Darío, es el sublime e ineludible rol, y no otro, de la literatura y del arte. Parafraseando las propias palabras de Vargas Llosa podemos suponer que decide escribir su tesis sobre Darío, no sólo como consecuencia del “contagioso entusiasmo” por el gran poeta con que ha de convencerlo uno de sus profesores en las aulas sanmarquinas  sino, sobre todo, por el hecho que él ya tenía, fuere apenas intuitivamente, una concepción de la literatura como instrumento de denuncia social distinto, y distante, del “esteticismo y la evasión” que encarna la obra de Darío.  Entre la docena de relatos que escribió Darío, escoge Vargas Llosa el cuento El fardo, justamente por su pretensión naturalista zolaciana. Observa así que, para Darío, “Azul… significa la liquidación de la etapa del aprendizaje… y el comienzo de aquella otra etapa, la que interesa específicamente a la literatura, la de creación. Entre ambas, tiene lugar aquella experiencia naturalista […] el primer contacto con las obras de Zola… el entusiasmo de Darío por el autor que acaba de conocer, su propósito de seguir sus ideas y su técnica, la elaboración de El fardo, ajustada cuidadosamente a este propósito y el desencanto y la sorpresa de Darío al descubrir que este relato, una vez concluido, además de no ser, en un sentido estricto, un relato naturalista, como él lo quiso, no lo satisface, no le convence, porque descubre que tras él hay una actitud, una posición frente a la vida y frente al arte, que no es la suya.”   

Y aquí se halla justamente el núcleo mismo, o punto de inflexión, de toda la tesis puesto que, cotejada más de medio siglo después con la extraordinaria trayectoria de su autor, nos encontramos con que las bases que Vargas Llosa ha sentado para interpretar a Rubén Darío, habrán de definir su propio itinerario intelectual y humano. En el primer párrafo del primer capítulo de su investigación, el estudiante Vargas Llosa explica al jurado calificador lo siguiente: “La tesis que presento… intenta esclarecer la índole de la vocación del gran poeta centroamericano, las circunstancias en que aquella nació y se desarrolló, los factores que contribuyeron a darle una fisonomía peculiar, y los que determinaron la formación de su personalidad literaria, es decir, sus convicciones, sus ‘simpatías y diferencias’ estéticas, sus actitudes, su estilo. Estos temas no son marginales… En realidad tienen una íntima vinculación: el esclarecimiento de los problemas que Darío afrontó en los comienzos de su carrera de escritor y de la manera cómo resolvió aquellos es de importancia, para comprender el contenido de su obra posterior y la actitud vital que la respalda.”  Sugieren estas palabras, si no semejanzas cuando menos determinadas analogías entre ambos escritores: Rubén Darío será seducido por las supuestas virtudes literarias del naturalismo leyendo algunas novelas de Zola, que le harán ver la penosa realidad en la que viven los descastados de la sociedad personificados, en su caso, por “la gente del pueblo… los trabajadores”,  que Darío frecuentará en Valparaíso, Chile; esto lo inducirá a abrazar el naturalismo como expresión literaria. Tiempo después, sin embargo, habrá de percatarse que el realismo no está en su naturaleza íntima, por lo que decidirá su futuro como escritor únicamente sobre la base de las que son sus legítimas tendencias literarias, y sólo de acuerdo con sus convicciones éticas y estéticas personales. 

Forzando acaso una pirueta crítica, podría decirse que el germen de la inquietud social que brota en Darío debido a la corriente naturalista, se corresponde a grandes rasgos con una sensibilidad social semejante que, de temprano, se arraiga también en el joven Vargas Llosa. Ese sentimiento se ve exacerbado en su caso por la dictadura militar que azota el Perú entre 1948 y 1956, es decir, desde cuando el niño miraflorino entra en la adolescencia y luego en su primera adultez, años de creciente toma de conciencia que llevan al futuro universitario a inclinarse por la militancia intermitente dentro de una célula clandestina del proscrito partido comunista peruano. De igual forma, el distanciamiento del poeta nicaragüense con la inquietud social del realismo naturalista se condice, aunque por motivos y con derivaciones distintas, con el paulatino alejamiento y posterior rompimiento del narrador peruano con el marxismo castrista que lo ha ido sofocando progresivamente. A partir de entonces y por más de medio siglo, Vargas Llosa se convierte en un ferviente impulsor del humanismo liberal, esa filosofía de vida que procurará difundir en diversos libros valiosos y valientes, así como en un sinnúmero de conferencias y ponencias a través del mundo con las que abogará por la cultura de la libertad, con un lenguaje accesible y alejado de la catequización fundamentalista inherente al pensamiento que ha dejado definitivamente atrás, tal como lo hiciera Darío con el naturalismo. Esa actitud, sin embargo, jamás implicó que Vargas Llosa permitiera que las izquierdas acartonadas perpetuaran su apropiación arbitraria de la sensibilidad social y del combate contra las iniquidades. Porque la vocación liberal con que Vargas Llosa enfrenta el dogmatismo ideológico y su denuncia tenaz de todo autoritarismo, ha seguido reflejándose en sus ensayos y en muchas de sus novelas posteriores al rompimiento con el castrismo por el llamado “caso Padilla”. Lo demuestran, entre otras, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo y sobre todo La fiesta del chivo, un clásico de la literatura políticamente comprometida además de tratarse, quizá, de la más deslumbrante novela en lengua española en lo que va del siglo XXI. Este mismo espíritu combativo de condena de cualquier totalitarismo, estará nuevamente reflejado en su más reciente novela intitulada Tiempos recios que, al encuentro de otras líneas narrativas, es una denuncia frontal del imperialismo norteamericano en la Guatemala de los años 50.  

Hay por último en esta tesis universitaria de Vargas Llosa, otro curioso paralelismo entre las vidas del autor investigado y del crítico investigador, y que consiste en una singularidad biográfica compartida, si bien se registra aquí únicamente como anécdota pues, sin contextualizarla debidamente, podría desembocar en una caprichosa extrapolación. Se trata del conflictivo vínculo paternal que ambos tuvieron que soportar durante la niñez, y que habrá de marcar la personalidad y el discurso literario de estos dos inmensos escritores. 

Rubén Darío, según sus biógrafos y el propio Vargas Llosa, vivió los primeros años de la infancia con la ausencia a cuestas de sus padres: “Es preciso remontarse… a la tragedia familiar que rodeó su niñez y que él ignoró durante algunos años. Este niño… descubre un día, intempestivamente, la verdad de su origen: aquellos a quienes trataba como sus padres, no lo son, sus verdaderos padres están separados hace tiempo, desde antes que naciera y él no sabía nada de esto. Ahora lo sabe y, además, debe callarlo.”  Darío queda, así, al cuidado de unos familiares que “crían a Rubén como a un hijo […] A su verdadero padre… lo llama tío. Una mañana, esta existencia normal sufre un brusco trastorno […] Se entera entonces… de quién es su verdadero padre… Pero todo ha cambiado: ahora está sumido en la confusión y la angustia […] Darío… se siente alejado de su verdadero padre… siente, como dice él mismo, ‘cierta inquietud separadora’ frente a él […] Creo que es en esta época, en este conflicto interior que debe soportar y resolver solo, en que hay que buscar la explicación del individualismo cerrado, intransigente, que es característica fundamental de Darío y de su obra”.  Por otro lado, es conocida la relación de Vargas Llosa con su padre, pues ha sido comentada por él mismo y por diversos estudiosos de su obra.  Sabemos, así, que apenas nace este hijo único, al igual que Darío, Los Vargas Llosa se separan formalmente, si bien esa separación se había producido aún antes del nacimiento del niño Mario. Vivió con su madre y sus abuelos maternos su primera infancia, y también en la certitud de que su padre había fallecido hasta que, alrededor de los diez años de edad, lo conoció por primera vez cuando sus padres se reconciliaron. La relación filial, entonces, fue siempre malsana porque estuvo signada por el resentimiento ante la ausencia del padre. Es un vínculo que marcará la vida del futuro Nobel aunque, a diferencia de Darío, la reacción de Vargas Llosa ante este infortunio será sartriana, por decirlo de alguna forma cercana a sus influencias intelectuales iniciales, siendo esto tal vez su primer estigma moral: la rebeldía, la desobediencia, la insubordinación, el enfrentamiento con todo aquello que pretenda maniatar su libertad individual, su derecho a elegir siempre y a escoger su propia suerte, en su caso, la de ser escritor si así le viene en ganas y pese a su padre. De estos y otros sentimientos extraerá Vargas Llosa algunos de los rasgos de fortaleza y reciedumbre, pero también de flaquezas e incertidumbres existenciales, que caracterizan a muchos de los personajes de sus novelas. (La relación paternal ha sido últimamente recordada por el mismo Vargas Llosa en un reciente comentario periodístico: “Me conmueve ver, en el Museo Franz Kafka, muchas páginas de su “Carta al Padre”, que nunca envió […] Esa enorme carta fue lo primero que leí de él, cuando era adolescente. Me llevaba muy mal con mi padre, al que le tenía miedo pánico, y me sentí totalmente identificado con ese texto desde las primeras líneas, sobre todo cuando Kafka acusa a su progenitor de haberlo vuelto inseguro, desconfiado de todos, de sí mismo y de su propia vocación.”)  Cabría subrayar por último que esta tesis de Vargas Llosa resulta ser, también, una de las primeras advertencias de la impronta de Ricardo Palma en Rubén Darío, una influencia que, curiosamente, no ha sido suficientemente estudiada por los palmistas. Queda pendiente, pues, una investigación crítica decisiva acerca de los vínculos entre el patriarca de nuestra literatura republicana y el fundador del modernismo en Hispanoamérica, tal como ya lo sugería Vargas Llosa en este tratado de visión precursora.

Analizado de esta forma Bases para una interpretación de Rubén Darío, y con la decantación que permiten las seis décadas transcurridas desde que aquel joven estudiante universitario escribiera su primera tesis, este texto merece ser considerado propiamente como el primer libro de Mario Vargas Llosa, dentro del amplio catálogo bibliográfico de su formidable legado literario y humanístico. Porque, lejos de que se lo juzgue sólo como un esforzado trabajo investigativo juvenil, conociéndose la corta edad del graduando de entonces o la relativa brevedad que pudiera asemejar este texto al de una tesina; esta monografía demuestra con creces la precoz lucidez que su autor ya poseía en su juventud, una asombrosa profundidad analítica que irá ahondando con cada uno de sus ensayos posteriores. Tales ensayos, como es sabido, habrán de ubicarlo entre los más destacados pensadores contemporáneos, a lo que debe sumarse su incontestable sitial literario por el aporte a la literatura universal de sus obras de ficción. Porque no sólo es el más destacado novelista de la literatura peruana sino, además, uno de los escasos intelectuales –en el sentido espiritual del vocablo– herederos de aquel universalismo de un André Malraux, Mircea Eliade o Edward Said. Leer este primer libro de Mario Vargas Llosa es, entonces, como hojear la gestación creativa del último de los renacentistas peruanos  que, como ensayista en la tradición de Montaigne, se convierte a través de sus escritos en un referente ineludible para todas las épocas y generaciones, sencillamente porque jamás abdicó de la capacidad de asombro con que siempre encaró los tiempos que le han tocado vivir.