Marco Aurelio Denegri: el hombre que siempre tenía (la) razón, hasta en el amor.

Escribe: Jhony Carhuallanqui. 

La primera vez que lo vi fue por la televisión, aquella de formato cuadrado y colores desentonados, fue en el primer talk show nacional: Las Joyas del 11 que, conducía un elegante y jovenzuelo Ricardo Belmont. Allí, impaciente, reacomodándose bruscamente en su butaca, con gestos exagerados, decía efusivo y seguro: “Quién no ha investigado no tiene derecho a hablar”, citando para ello a Mao, sí, a Mao Tse Tung, para luego agregar con la misma efusión: “Edición de Pekín, año 1972, página 244…”. Así era él, un hombre que siempre tenía una fuente, una referencia bibliográfica que sustente cada una de sus ideas y es que, la más simple opinión debía tener una premisa válida que la sustente, sino sería vacía y, sobre todo, peligrosa, pues induciría al error. Mencionó alguna vez “un mucho”, y lo cuestionaron, pero sereno y desafiante como siempre, recomendó que primero consulten el Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española y luego, el Diccionario panhispánico de dudas, para entender su sandez, sobre este último texto, no entiende por qué la palabra Internet debe tener en mayúscula la primera letra. Una barbaridad.

Autodidacto (así con “o”) capaz de debatir y escribir prácticamente sobre cualquier tema. Erudito. Polígrafo. Misántropo. No había sido contagiado (o contaminado) con la corriente de lo políticamente correcto, así que expectoraba verdades incómodas sin incomodarse; se preguntaba “¿Por qué no había ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente?”. Si va a opinar, “Primero lea por lo menos una media docena de obras importantes, pero verdaderamente importantes”, decía. Se preguntaba por qué “Se producen cada vez más seres de baja calidad”, era una evidente involución. El doctor, que nunca tuvo un doctorado registrado en la Sunedu, demostró que la genialidad es solo constancia en la lectura, hábito que cultivó desde los seis años, llegando luego a hacerlo a diario desde las tres de la madrugada. Las fiestas, ceremonias, reconocimientos, eran una pérdida de tiempo, tiempo que uno podía -debería- ocupar en la lectura. Recordaba con particular regocijo que en “La entrada de la biblioteca del monarca Osimandias, de Egipto, había una inscripción que decía: Medicina ánimi (medicina para el alma)”.

Enfermizo, padecía muchas alergias, de seguro la que más escozor le provocaba era la ignorancia de las personas, ignorancia que uno debía aprender a superar por motivación y esfuerzo propio, él no estaba para facilitar las cosas, sino para evidenciarlas, así de simple, por eso, no ejerció la cátedra. Fue una rareza intelectual, como él mismo refiere, citando a Federico More, “Aquí en el Perú, para llevar talento se necesita permiso, como para portar armas” porque la mediocridad ha ocupado todos los espacios. Me sorprendió cuando afirmó que Arguedas había sido feliz, claro, tomando la definición original del latín félix: “Un hombre fecundo, productivo y creativo”, y no la definición que hoy expone la RAE: “Que tiene felicidad”. Para él, Borges era una rareza que, solo nace cada 500 años. Vallejiano declarado, reconoció el don literario de Vargas Llosa, “pero no tiene el don de la política”, concluía con sabio acierto.

Condujo, en el canal del Estado, el programa televisivo La función de la palabra por 18 años, un programa que terminaba convirtiéndose en un ilustrado monólogo donde él mismo se preguntaba, respondía, repreguntaba y volvía a responder hasta que, recordaba al invitado, pero eso, no importaba, porque la poca gente que lo veía, lo entendía, porque él no tenía televidentes, sino, discípulos. Decía que nuestro tiempo “no es una época de ideas, sino, de creencias y aparatos…” donde el sutil arte de debatir y concertar se ha reducido al de imponer o comprar. Triste época donde la imagen desplaza al texto y la lectura se hace una rareza. Cita a Giovanni Sartori, para concluir que, “Estamos en la videocracia, el gobierno de la imagen. Y cuando la imagen gobierna, la lectura tiende a desaparecer”. Para él, era simple, estamos en la era de los ismos: “el inmediatismo, el fragmentarismo, el superficialismo y el facilismo”. “En el comportamiento actual del homo videns hay también un proceso autodestructivo”, destruimos la familia, el medio ambiente, la amistad, el orden, la justicia… por eso, en El asesino desorganizado expone la frialdad del hombre para matar; no tiene remordimiento porque gracias a su inteligencia, lo hace a distancia y en masa: una cosa es matar a un conejo de un disparo a 100 metros, otra hacerlo a dentadas, escuchando sus quejidos, sintiendo sus latidos, oliendo su miedo. En definitiva, su definición del hombre es la más ilustrativa: “es un miembro del reino animal, del filum de los cordados del subfilum de los vertebrados, de la clase de los mamíferos, de la subclase de los euterios, del grupo de los placentarios, del orden de los primates, del suborden de los pitecoides, del infraorden de los catarrinos, de la familia de los hominoides, de la subfamilia de los homínidos, del género homo y de la especie stupidus (El subrayado no debió ser nuestro), porque solo así se podría justificar su propio placer en destruirse.

Hablar con naturalidad sobre la masturbación, el placer, la pornografía, el coito, el orgasmo… en señal abierta, en la década de los 60, en una sociedad más cucufata que conservadora, le traería muchos cuestionamientos, principalmente los de su madre que no entendía como un niño tan bien portado hablaba de penes y vaginas como de futbol o cocina. Su trabajo, una labor grata (para él) y necesaria (para nosotros), lo consideraba importante, pues era el único espacio donde “se hacía crítica y se exigía control de calidad” en un contexto donde todo está bien, donde todo es maravilloso y hacer crítica es una insolencia, cediendo a aceptar cualquier cosa como bueno y válido.

Se interesó por el amor como un objeto de estudio. Concluye que, “La capacidad de amar, como cualquier otra capacidad, esta desigualmente distribuida”, o sea, hay personas que aman intensamente, otras medianamente y otras que carecen de ella, porque amar, no es una obligación y el error que cometen los amantes es creer que “La otra persona es la que va a satisfacer todas sus ansias y apetencias”, lo que al no concretarse produce el desasosiego que envuelve la frustración. Por eso, a su juicio, la monogamia parte de un principio erróneo, según la cual, una sola persona pueda satisfacer las expectativas del otro, así que ya está condenada al fracaso, también precisó que el matrimonio es una institución sobrevalorada y disfuncional.

Claro, en una primera etapa, el enamoramiento, existe “un régimen atencional anómalo y les impide ver la realidad”, así que, el amor eterno, acabará, solo es cuestión de tiempo.  La ilusión juega un papel importante, pero, tomando como referencia al filósofo Julián Marías, concluye en algo tan cierto como brutal: debemos evitar la ilusión de creer que “el amor, el sexo y el matrimonio son combinables y que la combinación resultante es funcional”, agrega: “La verdad es todo lo contrario: semejante combinación es completamente disfuncional”, no sé Ud. amigo lector, pero yo solo asentí con la cabeza. Prosigue: “No hay ninguna historia de amor marital”; los amantes luchan, sufren, pero no sabemos de ellos cuando se casan. El problema es que, “La(s) telenovela(s) perpetúa(n) el orden establecido y particularmente los estereotipos amorosos y sexuales” según el cual el amor es la fuerza que ordena el universo y siempre triunfa. Este amor romántico es un caso particular, le suena risueño, básico, incompleto y obviamente, falso. Destaca El estudio del hombre de Ralph Linton, de donde refiere que el amor romántico es una “anomalía cultural de occidente”, quien la padece, está enfermo.

A la pareja se le trata de una manera “especial”, más delicada y atenta. Tremendo error, nos aclara: “Suelen creer las mujeres que el amor mejora la cópula y no se imaginan que la empeora, porque ni la ternura ni el cariño son tensores, sino, al revés, son distensores y en consecuencia desexitan y enfrían”, por eso existe más placer con aquella persona con la cual no hay que detenerse en esos distractores, y ello, no implica per se que haya amor o deban casarse. Los amigos pueden ser amantes, como lo pueden ser cualquier tipo de personas en cualquier condición jerárquica, tan solo si lo quieren y sus prejuicios se lo permiten porque “El amor es ordinariamente raro, pero la amistad es extraordinariamente rara”, así conservar una amistad parece mejor opción.  

Refiere que la naturaleza facultó al hombre de la capacidad de erección; la durabilidad es cuestión de técnicas que debe aprender; así mismo lo dotó la capacidad del empujón pélvico, movimiento indispensable para la penetración, virtud no innata en las mujeres que, la aprenden por la praxis, aunque lamentablemente conduce a la eyaculación precoz del amante que no está preparado para singular meno. Las féminas tuvieron que negar esto, pues “solo las putas y las llamadas ninfómanas se movían durante la copulación”.

Precisó que Cupido no es el dios del amor, sino del “deseo amoroso”. Se trata de un niño provisto de un arco y flechas que tiene los ojos vendados. Sucede que el amor jugaba con la locura y ante una inconciliable disputa, la locura procura tal golpe en la cabeza que deja ciego al amor; obviamente tal ultraje demandaba justicia, la misma que es resuelta con un castigo ejemplar: la locura servirá de guía al amor, será su lazarillo. Desde ahí ambos están juntos. ¿El amor es ciego?, para Denegri, no, refiriendo a Eduardo Samacua, más bien “es présbita, porque no ve bien de cerca”.  

Esclarece que nuestro deseo carnal es una construcción errada porque siempre se privilegia o magnifica el trasero femenino. Nos atrae, es “un despertador del apetito venéreo* del macho”, pero su función primigenia no era esa, sino más bien, la de alejar el maleficio y llamar a la suerte: tocar el trasero a la mujer para tener un buen día, es una práctica ya extinta. Evoca una anécdota  de José Luis de Vilallonga mencionado en La nostalgia es un error, según la cual, su amigo Felini le pide acompañarlo a saludar a una mujer de “buen ver”, a quién al despedirse le pide que le muestre su trasero, a lo que sentencia en agradecimiento por la deferencia: “Una jornada de trabajo sin ver aquel culo, es una jornada sin sol”.

Respaldado en etólogos concluye que “El odio es anterior al amor”, se origina en el llamado cerebro reptiliano y unos doscientos millones de años después aparece el amor en el cerebro neocortical, por eso comparte con Samuel Johnson, la idea de que, “Los hombres son más constantes en el odio que en amor”, por eso nos es más fácil ser malos, que buenos y ¡ojo!, no son antónimos, grave error, sino más bien, complementarios. En el último de los caos es necesario precisar otros de sus apuntes: “La intimidad sexual activa el mismo centro del cerebro que activa la agresión”.

Quizá se enamoró varias veces y quizá hasta amó a una fémina. No lo sabremos. No se casó, ni tuvo hijos. Lo más cercano que tuvo a una familia fue Rosa Torre Carhuancho, su ama de llaves, quien lo acompañó hasta su muerte, a causa de una fibrosis pulmonar en 2018. Ella no sólo mantenía limpio el hogar, sino, era su confidente y asistente. Cuenta que no le gustaba que le dijera que se veía bacán con esos ternos con los que se presentaba en la televisión, pues las jergas lo disgustaban como le disgustaban los silbidos para cortejar a una dama. Quizá su único defecto fue que no sabía contar chistes. Muy serio, era el peor.

 * Según la RAE, su primera acepción es la de adjetivo perteneciente o relativo al deleite o el acto sexual.